Un brujo me enseñó un truco para atar al amante para siempre
al pie de la cama, mismo que fue consumado el domingo, cuando yacías cansado. Me pregunto si acaso era necesario confabular
la empresa.
Olvidé a propósito el contenedor y para mi sorpresa, me
alcanzaste para entregarlo en mis manos. --Auxíliame por favor en evitar
hacerte daño, no me acerques el veneno que contendrá tu copa--. Titubeé sobre
lo que debía hacer, así que lo tomé como una señal para continuar.
Confieso culposamente que hoy disuelvo el hechizo, pues en
el acto de darme cuenta, en el momento de medir tu altura y al atarte a mis
deseos, el deseo se convirtió casi de inmediato en celos y en codicia, el amor
en posesión y el interés en control, qué decir de cada uno de los nudos que no
menciono.
Resulta que si hechizas, parte del hechizo te controla, si
atas a otro te atas a ti, si arrojas a alguien al vacío caes de la mano con él
hacia el despeñadero.
Al tercer día, al darme cuenta de mi obsesión por ti, quemé
el hilo.
El brujo que me enseñó eso y tantas otras cosas, sabía que
yo entendería que es mayor mi amor a la libertad que mi deseo de vivir
acompañada: no podía enrolarme a una empresa que no era mía, o disminuir tu
naturaleza en favor mío.
Que es más placentera la paz en los brazos de Morfeo, que el
miedo de quedarse solo entre los brazos del amante. Que es más generoso el
amante cuando se siente libre de dar, que cuando debe pagar el precio. Te
devuelvo tu moneda y yo absorbo el precio con tal de mantener intacta la
posibilidad de renovarme.
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