Dubitativa, curiosa, asombrada de que la admiración a su
persona subsistiera, ella que pensaba que era ocaso temprano, desnudez de
huesos y músculos magros, ella que no creía que sus palabras ameritaran ser
escuchadas, ella estaba al centro de la sala, con todas las miradas y oídos
centrados en lo que podía decir. Era necesario para el grupo saber de su voz lo
ocurrido.
La justicia del sobreviviente viene después de que ha pasado
la batalla. Justo ahora, cuando se había dado cuenta que no tenía a nadie y
debería arrebatar su propia vida de manos del que pretendía ahogarla,
intercambiando la suerte en el intento de sobrevivir, destruyendo la vida del
agresor.
Esa justicia llegaba justo ahora, cuando se le reconocía
inocente, la atención de los reflectores sobre su historia.
No importaba lo agotada o lo inverosímil de este punto, lo
importante era hablar frente al grupo que la aguardaba. Sofía acarició el cuello de su propia blusa, y luego
entrelazó sus manos pequeñas sobre su pancita, acercó el micrófono y lanzó un
profundo suspiro antes de comenzar.
Las sobras del desastre vienen arremolinadas en el relato de
Sofía, quien sabía de memoria la historia, pues durante años la misma anécdota insana
se repitió una y otra vez, como un mal dejavú, donde solamente era un títere
que había perdido la voluntad y el control, hasta ese día que castró a su
amante.
Conocí a mi Ariel sin buscarlo, me abrumaron sus palabras de
amor:
“Te amo más que a mi vida, más que al mismo aire te necesito
para respirar, más que a cualquier otra cosa. Nunca me dejes Sofía, nunca… no
sé qué haría sin ti”.
De estas palabras que me hicieron sentir la mujer más
importante y necesaria en la vida de otro, se generaron grilletes y cadenas que
me impidieron volver a moverme. Hace diez años escuché estas palabras de Ariel,
mientras me acariciaba el cabello cercano a la nuca, las mismas palabras que me
repetía cada que nos enojábamos, cada vez que algo salía mal, cada vez que nos
reconciliamos y cada vez que alguien nos elogiaba al estar juntos.
Ayer mientras me tenía boca abajo y me penetraba, ayer mientras
intentaba asfixiarme contra la almohada, ayer… también me recordaba la
jaculatoria de amor.
Esperaba sentir alivio al final, yo sabía que los pleitos
eran pasajeros. Ariel era muy espléndido por largos períodos de culpa, con
regalos, detalles de amabilidad y romanticismo. De reina de cuento encantado a
la bruja culpable de todo. De hacer el amor sobre la mesa, a esquivarla cuando
estaba enojado y al final estrenar nuevos muebles para olvidar la mala vibra
dejada en los muebles rotos.
Este era un pleito más… aunque nunca me había puesto una
almohada sobre la cara, y era la primera vez que escuchaba “ya te puedo decir adiós por fin”.
En ese momento tomé uno de sus testículos, que tenía bien
medidos en distancia, benditos testículos que muchas veces detuvieron la
violencia y se transformaron en momentos de placer, yo sabía acariciarlos de la
manera que más le gustaban, poniéndole la carne de gallina, provocándole la
erección más deliciosa que me premiaba de la sumisa recepción de golpes en mi
cuerpo.
Aunque esta vez, aunque contuve la respiración suficiente
tiempo, el masaje testicular no provocó la seducción. El miedo se apoderó de mí
y como un reflejo apreté dedos y uñas como si tuviera que arrancar una bomba
explosiva de entre sus piernas.
Soltó la almohada para salvar sus bolas, pude respirar…
propinar una patada a su cuerpo arrodillado, en rictus de dolor… correr medio
desnuda a la puerta… oí un grito, casi un rugido ininteligible…
Todo a mi alrededor se convirtió en una masa acuosa, pintada
de color violeta, más que caminar parecía nadar, sentí un temblor que casi me
paraliza.
Recuerdo ese momento, recuerdo que lo ví venir hacia mí con
toda su furia. Luego recuerdo verme llena de sangre y su cuerpo boca abajo, con
los ojos abiertos, mirando al vacío. Me
recuerdo a mí misma sentarme frente a su cuerpo en el suelo, preguntándome qué
pasó, reclamándole.
Recuerdo que tocaron la puerta, la vecina que se le olvidó a
qué venía… la ambulancia, la policía, las decenas de interrogatorios, el
juicio.
Hoy aquí, extrañando a Diego consolarme con su jaculatoria
de amor.
Sofía es declarada inocente, aunque se siente culpable.
Suspira cada día, como niña perdida que perdió su casa, aún
no sabe quién es, ni para dónde irá.
Así camina libre Sofía Dubitativa.
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